jueves, 18 de junio de 2015

Sueño de una noche de verano.

Aún el agua recogía los colores otoñales de la tarde.
Acampamos al lado del río, todas las caras me eran desconocidas pero tatareábamos al unísono lo que para nosotros ya eran himnos. 
Las personitas presentes comenzaron a mutar y yo con ellas. Nos deshicimos de nuestro ropaje, sólo algunos protegían la realidad de aquellas facciones anónimas con máscaras de papel. Yo oculté mis hombros con un pañuelo de seda rojo, me alejé del escenario para verlo como el público paciente que valora los silencios de una obra y me senté en una piedra que se encontraba con gozosa casualidad a los pies de la orilla. 
Un grupito había instalado una mesa de madera maciza con sus correspondientes sillas dentro de la corriente, tomaban té compartiendo los cúbicos terrones de azúcar con la delicadeza de quien no sabe tenerla y hablaban con gran petulancia sobre temas bostezosos. Uno de ellos tenía un sombrero de copa que le hacía creerse en una apariencia de superioridad y fumaba de una pipa mientras parlaba con gran seriedad de un asunto que los demás afirmaban con la cabeza impulsados por el gran miedo de mostrarse ignorantes. 
Otro grupo estaba de pie, mojándose las piernas hasta las rodillas, todos me daban la espalda, excepto uno, alguien demasiado imán a que el resto dirigía sus miradas. Le vi. No, no le vi. Le miré. Era la única faz reconocible para mí en aquella selva de maniquíes. Él podía verme, ahí sentada, pasiva, ante tal actuación. Ignoró el muro de público que exigía enfermo su atención para corresponder mi mirada y convertirse en observador. 
Nunca le había visto pero le conocía de otra vida que Él tan bien sabía. Nos transformamos en cómplices de una verdad relativa, de cuando Él y yo aún no éramos.
Y con ese disimulo tan mal hecho a posta como si fuese la primera vez que le invitara a perseguirme y Él a esconderme, huimos de las prisas del río mientras las hojas secas se descomponían a nuestros pasos.
Aquella película muda fue piadosa con el sonido de nuestras risas. Los anchos troncos de los árboles me ocultaban de quien quería que me encontrase; apoyé mi espalda en el cuerpo de un roble hasta que la mano de Él llegó a alcanzarme, tapó mi boca medio abierta que exigía humedecer con mi lengua aquellos dedos que en otra vida, no muy distinta a ésta, habían recorrido todos mis caminos. Deseé tanto escucharle gritar que apreté fuertemente mis dientes y comencé a precipitarme hasta llegar a unas ruinas donde las columnas dóricas hablaban de su origen. 
Anochecía, las hogueras gigantes estremecían creando pequeños fuegos artificiales. Nos cansamos de alejarnos. Sólo quería aspirar su esencia y devorarla. Ser Él, ser Él de otra manera. Entrar, entrarnos. Franquear los límites que nos separan. 
Encontrarnos, de nuevo.

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